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Día final

Actualizado: 7 mar 2023

Mónica Cavazos


Lees en el diario:


La gente apresurada abandona la ciudad bajo una lluvia torrencial y un caos extraordinario.

Fueron meses de encierro. Creían que si esperaban en casa, resguardados y ocultos al mal que se suscitaba en el exterior, conservarían la salud.

Pero el virus avanzó implacable y superó barreras. Se introdujo en el agua y entró por las tuberías; se mezcló en el aire y el viento se encargó de esparcirlo. Convertido en polvo se impregnó en las ventanas, en los pisos, las paredes, las ropas y hasta en los cepillos de dientes.

La ciudad quedó infestada. Las autoridades se dieron por vencidas. «Que cada uno busque su destino». Las personas huyen de la urbe contaminada con la esperanza de encontrar un lugar aséptico y empezar de nuevo. No reparan en la idea de que llevan consigo la semilla que se esparcirá sin importar a donde se dirijan.

El ministro de salud, entrevistado esta mañana, afirma:

«Aún no hay cura ni vacuna, tampoco se conocen las secuelas que pueda dejar la enfermedad».


Agotada por una larga noche, guardas el periódico, sales del hospital y te diriges a casa. Desde el inicio de la pandemia los turnos cambiaron. Podrás dormir un par de horas antes de regresar a tu puesto. El cansancio acumulado no hace más que exacerbar tus temores. La gente no comprende la magnitud de la catástrofe.

De los pacientes fallecidos, la joven madre que murió la semana pasada no deja de rondar en tu cabeza. El esposo esperaba afuera del hospital para recibir noticias a pesar del peligro al que se exponía. Los infectados ingresan a diario. La posibilidad de contagio es alta. Fuiste la última persona con la que habló aquella mujer antes de que la intubaran.

Dile que le encargo a mi hijo, que lo proteja. Lo dijo con la certeza de que no despertaría.

Tenías el propósito de entregar el mensaje. Nunca más volviste a ver a aquel hombre.

Dudas si esta noche soñarás otra vez con la que se llevó la mitad de tu alma. Ocurrió años atrás, cuando nadie imaginaba que un virus golpearía a la humanidad. Tu hermana Gabriela fue atacada por la pandemia que nos azota como especie desde que existimos, que nombró Hipócrates; cuyos estragos, veinticuatro siglos después, aún somos incapaces de vencer. Eras apenas una estudiante de medicina, R2 con un largo camino por recorrer. A menudo la sueñas, conversan, se abrazan. Su rostro nítido y el calor de sus brazos confunden tus recuerdos. Es ella quien al escucharte hacer planes te evoca su partida, y cada vez que esto sucede, se lamenta por lastimar de nuevo el pedazo de corazón que aún conservas.

Caminas bajo la incesante lluvia por la acera de la avenida que conduce a las afueras de la ciudad. Las luces de los automóviles confabulan junto con el aguacero que aporrea tu cabeza y te impiden ver más allá de lo que sucede a unos centímetros. Los peatones desesperados marchan a tu lado como si no existieras. Huyen en la misma dirección que los vehículos. Sientes la cercanía de sus cuerpos. Tienes miedo de que te golpeen con los bultos en los que mudan lo que hasta ahora da significado a sus vidas.

Motocicletas y autobuses de pasajeros se siguen uno detrás del otro, con tan poca distancia entre ellos y ajenos a las indicaciones de los semáforos, que vaticinas ocurra un impacto en cualquier momento. Un ciclista se sube a la banqueta, el hombre robusto que conduce arremete y con su cuerpo avienta a una anciana que no tuvo tiempo de hacerse a un lado. Tú en cambio, con inexplicable agilidad, logras esquivarlo. Avanzas hacia donde se encuentra la mujer; antes, una pareja se detiene a auxiliarla.

Entonces las ves. Dos pequeñas de entre tres y cinco años, en medio de los carriles centrales, se cubren con las manos del golpeteo de la lluvia y se abrazan asustadas.

Intentas caminar hacia ellas, pero los automóviles avanzan sin tregua ignorándolas ante tu mirada atónita. Gritas ¡las niñas, las niñas, las van a atropellar! Levantas los brazos en señal de auxilio.

Un policía con el uniforme escurriendo, hace sonar su silbato en una muestra patética de autoridad. Aferrado a su esquina, parece tan pequeño como aquellas criaturas a quienes es incapaz de percibir. Su presencia es tan estéril como tus chillidos.

Insistes:

¡Las niñas! ¡las niñas!

Tus gritos se ahogan por el estruendo de los cláxones y los motores. No logras explicarte el proceder de las personas. Es como si el virus hubiera atrofiado sus oídos dejándolos sordos al clamor de la compasión y el dolor ajeno. Se apoderó también de sus mentes, convirtiéndolos en autómatas que corren en estampida, a la búsqueda de una cura tan milagrosa como inexistente. La psicosis en la que se encuentran envueltos te sofoca.

Agobiada e inútil te hincas sobre la banqueta, en cualquier momento las arrollarán. Escuchas el sonido de una sirena que se acerca. Te levantas. Las luces de la ambulancia se abren camino en medio de los carriles, el lugar donde se resguardan las infantes. En un intento desesperado por salvarlas, te abalanzas sobre los automóviles que te ignoran y siguen su marcha sin siquiera disminuir la velocidad. Fijas tu mirada en la de los choferes. Sus caras furiosas te convencen de lo imposible de tu gesta. La ambulancia se acerca. En un giro milagroso, se inserta en el mínimo espacio que le permite maniobrar a su izquierda. Pasa de largo junto a las pequeñas sin percatarse de su existencia.

Sientes la mandíbula tensa. Te tiemblan la cara y las manos. Te falla la respiración. Pierdes la fuerza en las piernas. Te desplomas. Lo último que piensas es en aquellas criaturas en medio del caos, solas e ignoradas.

Una mano se ofrece a levantarte. La distancia que la separa de tus dedos es casi imperceptible; sin embargo, te es imposible superarla. Alzas la cara. Tus ojos confundidos se fijan en ese rostro conocido. Es la joven madre, tu paciente en el hospital, la acompaña su esposo. Es la misma pareja que ayudó a la anciana, quien se encuentra también a su lado. Los tres te observan compasivos. Sus cuerpos se desvanecen. Recuerdas a tu hermana muerta. Te abrazas a ella antes de perderte en la nada.







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