Mónica Cavazos
Mamá me obliga a levantarme. Si no llegamos a la hora al punto de encuentro, las otras familias nos dejan. Formamos un equipo improvisado de búsqueda.
Me duele el cuerpo. Ayer viajamos tres horas en camioneta por un camino de tierra que parecÃa no tener fin; sin comer, con frÃo. Asà es el desierto: de madrugada te recibe con sus brazos de hielo; al mediodÃa se convierten en brasas.
Antes de que la angustia y la incertidumbre se instalarán en nuestra casa, mi hermana y yo nos mirábamos al espejo con las caras serias, después enchuecábamos la boca, sacábamos la lengua. QuerÃamos encontrar las diferencias. Su cabeza superaba a la mÃa.
Por poquito, decÃa ella. Es el pelo, está alborotado.
Yo no quedaba conforme. En las noches acomodaba mi cuerpo en la cama al lado del suyo, me estiraba de puntas y ni asà alcanzaba sus talones.
Mi sueño era lograr que mis huesos me obedecieran, levantarme y confirmar que por fin le habÃa ganado.
Tenga cuidado con la pala; escucho.
Mamá debe tener las manos en la tierra, busca a su hija muerta.
Según ella, apura la excavación. Yo espero en la camioneta. No tengo el valor de ver su cuerpo volverse hilos cuando descubra más huesos ajenos. Siempre hay pistas: un zapato, la tela del vestido, un prendedor.
¿Qué será peor, encontrarla ahà o quedarnos con la duda?
Ponemos siete cruces sobre el montón de tierra.
Ahora a esperar que lleguen los de la fiscalÃa; pueden tardar horas o dÃas aunque les demos la ubicación exacta y les hagamos saber que hay varios cuerpos; siete madres, siete hermanas, siete hijas, siete familias al fin se reencontrarán con el sosiego.
Mi sueño es descubrir vivos los huesos de mi hermana.