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La tarde que descubrimos a Teresa

Mónica Cavazos



Tras el sismo que sacudió a México a finales del verano de dos mil diecisiete, la prima Iris se mudó con nosotros mientras se hacían las reparaciones en el convento. A las monjas las colocaron en los recintos cercanos, en Morelos, pero el espacio fue insuficiente y las novicias tuvieron que regresar a sus casas.

Don Pancho, el padre de Iris no quiso recibirla. Su esposa Juana falleció apenas hacía un año y a él le dio pendiente encargarse de su hija.

En el pueblo había de todo, hombres jóvenes y hasta viejos verdes que al primer descuido de las familias dejaban un halo de vergüenza sobre ellas. Se aprovechaban de las muchachas inocentes que se creían las palabras falsas de amor de aquellos sinvergüenzas. Incluso no faltaba quien, a pesar de los tiempos, todavía se las robaba a la mala.

Don Pancho pensó en nosotros. Siempre tuvo en alta estima a su hermana María, quien con todo y que era viuda, supo conducir a su hijo Raúl hasta hacer de él un hombre de provecho. Desde que Raúl y yo nos casamos, nos mudamos a la Capital.

Yo nací en el mismo pueblo. No tuve el incentivo de entrar al noviciado como Iris, pero no por falta de méritos, prueba de ello es que me casé de blanco, blanco; de verdadero blanco pues, no como aquellas, las hijas de las amigas de mi madre, que se casaron de blanco más bien percudido. Era un secreto a voces que habían tenido sus descuidos en los años de adolescencia. Una de ellas desapareció del pueblo durante más de un año. Aunque se dijo que se había ido a cuidar a una tía que estaba muy enferma, todos sabíamos que andaba lavando sus culpas por aquellos lares.

El día de la boda, mi madre entró a la Iglesia mirando a todos por debajo del hombro. Ella y mi padre mantuvieron su mentón erguido hacia el cielo durante la ceremonia. No cabían de satisfacción. Mi mirada cándida y virtuosa los hacía merecedores de la envidia de todos.


Cuando Iris llegó a nuestra casa parecía más pudorosa de como yo la recordaba. Traía puesto su hábito rosa pálido. Parecía una joven Virgen. Al atravesar el umbral, llenó la casa con una luz brillante que colmaba el espacio de una energía que auguraba buenos tiempos.

—Este es tu cuarto, Iris. No es muy amplio, pero sí muy tranquilo.

—Es suficiente, gracias. —Agachó la cabeza.

—No tienes que agradecer. Nos da gusto tenerte con nosotros.

No dijo más. Tomó las solapas de su suéter y las cruzó por el pecho.

Al paso de los días se cambió el hábito por sus antiguos pantalones de mezclilla y se incorporó de lleno a los quehaceres domésticos. Yo la miraba con recelo, su manera dócil y servicial de tratarnos me provocaba inseguridad. Mentiría si dijera que la prima Iris daba lugar a mis angustias. Todo lo contrario. Su figura, aunque bella y dotada de armoniosas curvas, emanaba pureza. Yo me sentía una bruja a su lado, sobre todo por los insoportables celos que sentía cuando Raúl la miraba. Comenzaba a imaginar quien sabe qué tantas historias que solo sucedían en mi cabeza, con eso de que «a la prima se le arrima». ¡¿De dónde se me vinieron esos pensamientos?!... Pues de dónde más, de las confesiones de recreo que hacían mis amigas del colegio que, a falta de contacto con otros jóvenes, aprovechaban la cercanía de sus parientes con quienes tuvieron sus primeras experiencias.


Dos meses más tarde llegó un aviso del convento, los trabajos se retrasaron y aún no había fecha para que las hermanas regresaran. El tiempo siguió pasando y dejé de atormentarme por la belleza de Iris. Yo creo que fue porque ella mostró que me guardaba verdadero cariño, pasaba la mayor parte del tiempo conmigo, congraciándose y ayudando en lo que podía. Noté que comenzó a sentirse parte de la familia.

—¿Quieres que vaya al mercado?

—¿Te importaría? Ya se me hizo tarde.

—Es lo menos que puedo hacer —respondió Iris y me tocó la mejilla en un gesto cariñoso. Al acercarse, mi brazo rozó su seno izquierdo. Me sobresalté. Pensé que se sentiría incómoda. No hizo comentario que indicara que se hubiera dado cuenta.

Gracias a ella me sentía acompañada. En ese tiempo Raúl trabajaba todo el día, salía desde temprano sin siquiera probar desayuno y regresaba cuando estábamos dormidas.


Algunas veces llegué a sentir pena por ella. En una ocasión la descubrí en mi cuarto, traía puestas mis zapatillas doradas y se medía mis vestidos frente al espejo. Otro día, la vi con mis calzones de encaje, los que compré para mi noche de bodas. Estaba semidesnuda con los calzones puestos mirándose al espejo. Me quedé pasmada, no solo porque se hubiera puesto algo tan íntimo, también por lo bella que lucía. Permanecí en silencio admirándola a escondidas. Me mordí los labios y cerré los ojos, ¡¿qué me estaba sucediendo?! No quise interrumpirla. Imaginé lo difícil que debe ser llevar una vida de total recato. De seguro nunca se puso una prenda tan sofisticada y nunca tendría otra oportunidad para hacerlo ya que el camino que eligió la alejaba por completo de esa posibilidad.


Advertí que fijaba su mirada en mí. Yo le respondía siempre con una sonrisa, aunque había algo en su manera de verme que me ruborizaba. Sentía calor en las mejillas. Me avergoncé. Ella solo intentaba confortar mi soledad con su dulzura. ¿Qué pensaría si descubriera esas reacciones tan inapropiadas?


Un día, mientras cocinábamos, percibí una mirada penetrante que me atravesó el cuerpo. Alcé la cara y vi los brillantes ojos de Iris clavados en mi escote. Me quedé inmóvil mirando sus labios rosados y carnosos que, entreabiertos, me atraían. Se acercó, retiró la palita de madera que yo traía en la mano y me tomó por la cintura. Aunque turbada, la seguí obediente. Nos dirigimos a la recámara y me recostó sobre el lecho que compartíamos Raúl y yo. Estaba impresionada y excitada de ver a la seductora Iris que en ese momento se tendía sobre mí. Comenzó a rozar su sexo con el mío y me besó. Su lengua acariciaba mi paladar provocándome un agradable cosquilleo. Me temblaban los labios. Con las manos apretó mis pechos. Me estrujaba al tiempo que seguía frotándose el sexo con el mío.

—¡Acaríciame! —ordenó. El tono de su voz me erizó la piel.

Liberó el cierre de su pantalón, tomó mi mano y la puso dentro de sus calzones. Toqué su pubis poblado de abundantes vellos que semejaban una suave alfombra. Sentí el calor y la humedad de su vulva.

Nos despojamos de la ropa. Me excitó descubrir que llevaba puestos mis calzones. Fijó sus ojos en los míos.

—¿Te gusta? —dijo tocándose el encaje mientras sonreía coqueta.

Sentimos nuestra piel turgente y tibia que pedía con ansias la calidez de la otra. Abrió mis piernas y me besó palmo a palmo la piel de los muslos. Teníamos prisa de querernos, pero contuvimos la urgencia y lo hicimos despacio. Lamió mis ingles, pasaba de un lado a otro de mi sexo absorbiendo la vida que le ofrecía mi entrepierna y cada vez que su nariz rozaba los labios, mi vulva le respondía con un río de néctar que le mojaba el rostro. Me entregué por completo a ella, sentía su lengua penetrándome; besaba, tallaba, absorbía y lamía mis labios. Yo gemía y apretaba los puños contra las sábanas mientras ella gritaba, «¡más!, ¡más!, ¡así!, ¡así!»

Chorreé, me mojé sobre ella una y otra vez. Ella, extasiada, aspiraba el aroma que emanaba de mis poros. Descubrimos nuestro fuego. Nos convertimos en brasas ardientes de deseo. Iris exudaba sus dieciocho meses de contrición y veintidós años de una vida dedicada a la virtud; yo arrojaba sobre ella mi pasión que, hasta antes de ese momento, sucumbía bajo la sombra de la impecable educación recibida en casa y tres años de esposa ejemplar.


Nos quedamos dormidas con las piernas entrelazadas. Debí mover la mía porque sentí la frescura de la tela húmeda, la que quedaba debajo de mis nalgas, ahí donde antes me había vaciado sobre Iris. Esa sensación me despertó.

Contemplé unos minutos la finura de su espalda. Comenzaba a atardecer. Teníamos tiempo suficiente para ordenarlo todo antes de que Raúl volviera.


El siguiente jueves llegó otro aviso del convento. Las reparaciones estaban terminadas. Las novicias contaban con una semana para reincorporarse a sus labores.


Tiempo después recibí una invitación de Facebook. La página decía “La espectacular Sor Teresa y sus novicias”. Reconocí a Iris. Nunca regresó al convento. Me enteré que se había mudado a España. Presenta un espectáculo de cabaret que, a decir de los comentarios, tiene mucho éxito.

Me sentí satisfecha después de mirar las fotos de Sor Teresa. Sus ojos brillaban y sus labios rosados y carnosos lucían entreabiertos, tal como yo la recordaba.

Estaba contenta por mi participación en el descubrimiento de una estrella del espectáculo.

La verdad es que Sor Iris siempre me pareció que sonaba mal. El hábito no le iba bien a la prima de Raúl.



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