top of page
  • Foto del escritorMónica Cavazos

Un plato de cerezas

Mónica Cavazos


Aurora era la más inteligente del salón. Rubia, pulcra y ordenada, llegaba a la escuela quince minutos antes de que sonara la campana, con los zapatos brillantes y el uniforme planchado.

Las primeras semanas de clases se sentó en la banca número cinco, la que le correspondía por su apellido: Baños. Después de los primeros exámenes arribó triunfal a la uno. De ese sitio estelar nadie la movió.

Yo lo intenté. Tenía una inteligencia natural para las matemáticas, aprendía rápido y cumplía con las tareas; pero mi desorden para las cosas útiles: como mantener organizados los apuntes, llevar lápiz con punta todos los días y las uñas recortadas, no me permitió acceder al pódium.

El caos de mi mochila era el reflejo de las demenciales mañanas familiares. Aunque mamá nos despertaba a horario, invariablemente perdía tiempo debido a situaciones de lo más inverosímiles: no encontraba el par de mis zapatos, las calcetas seguían húmedas por haberlas dejado dormir en el tendedero o había olvidado la libreta en casa de la abuela.

La contribución de papá era de campeonato. Siempre estaba cansado, trabajaba mucho y se desvelaba. Así que para cuando se metía a bañar, yo me imaginaba que el papá de Aurora, con el traje impecable y un desayuno completo, ya iba camino a la escuela, aunque ellos vivían mucho más cerca del colegio que nosotros. Papá salía corriendo, con las agujetas de los zapatos sin atar, un termo de café en la mano derecha, bata blanca y llaves del carro en la izquierda.


La gotera constante en medio de la sala me recuerda el poder implacable de la naturaleza. El golpeteo en la cubeta me lleva a un estado de trance. Cavilo a propósito de mi existencia. Papá se desvelaba porque tenía un trabajo de verdad. El mío no lo es. Mi trabajo es inventado. No existe cuando me levanto, la página está en blanco a la espera de que algo se me ocurra. En ocasiones fluye constante, como la gotera: la cena estaba servida, los hermanos se sentaron a la mesa, Gabriela se debatía entre el olor a mantequilla y azúcar que emanaba de los platos y el terror de que el hombre, con sombrero de ala ancha…; otras veces me mantiene prisionera.

Al menos un día a la semana tengo insomnio. Creo que he aprendido a detectar el día que mi cuerpo no conocerá el descanso. La ansiedad como latido en el estómago es incesante. Mi mente se aferra a encontrar una respuesta. Quiere saber si mi trabajo, el inventado e innecesario, tiene algún valor. No es útil, eso está por descontado. Las historias no le sirven a nadie. O tal vez sí, pero da lo mismo si las escribo yo o lo hace alguien más. Ni siquiera una obra maestra es necesaria si no se conoce. Lo dijo Monterroso. Los grandes escritores han aconsejado a los noveles. El suyo no fue un consejo más bien un veredicto: “Ninguna obra maestra desconocida constituye una pérdida para la humanidad, que siempre puede pasarse sin ella”. La sentencia es demoledora. A nadie le importa si lo que escribo es bueno o no. Solo a mí. La advertencia de don Tito, me quita un peso de encima. Gracias a él, no me siento en falta por deberle algo al mundo, o a la humanidad, o mejor aún, a la naturaleza. Porque la naturaleza es implacable.

La gotera no cesa. Está así desde ayer que vinieron los albañiles a abrirle paso al agua que se atoró en el techo. La mancha amarillenta del plafón hizo su trabajo: anunció la fuga. Los albañiles abrieron el plafón para que el agua fluya. La mancha amarillenta y el trabajo de los albañiles son útiles. Estar cansado y desvelarse porque se es médico, es útil. Despertar a las tres de la mañana después de solo dos horas de sueño, con el cuerpo agotado y las ojeras negras, es de lo más inútil que existe.

A la sociedad le beneficia que el hombre que monitorea el estado del tiempo esté alerta y no se duerma, aunque se equivoque. Predijo que, debido al huracán Grace y su paso por Veracruz, el fin de semana tendríamos una lluvia inusual en la Ciudad de México que provocaría inundaciones. Las inundaciones fueron en Veracruz. En la Ciudad de México solo hubo una lluvia constante durante todo el sábado. Mi casa no necesitó del huracán Grace para cumplir el pronóstico. El agua acumulada por la extensa temporada de lluvias estaba atrapada en el plafón.

La gotera incesante recorre la doble altura de la sala. Una cubeta de plástico nos salva de la inundación. El obrero que trabaja en la fábrica de cubetas de plástico tiene un trabajo útil.

Anoche cené un plato de cerezas. Sigo cavilando qué me habrá quitado el sueño. ¿El café de especialidad que tomé pasadas las seis de la tarde mientras atendía una clase de cine y psicoanálisis? ¿El hambre, porque me fui a la cama solo con las cerezas, en lugar de disfrutar de una cena adecuada, como muy probablemente serán las del papá de Aurora?

Ella, sin duda, tiene un trabajo útil al que llega puntual, con su vestido y su peinado impecables. Tal vez sea abogada, dentista o arquitecta, y no se le atora el agua en los plafones, porque llegaba puntual a la escuela y nunca dejó la banca número uno, la que correspondía a los exitosos. Si pronosticara el estado del tiempo de seguro lo haría con certeza. Acaso el hombre encargado de predecir las inundaciones en la Ciudad de México llegaba tarde y sin lápiz a la escuela.

El latido en el estómago es constante, como la gotera. Me recuerda que aún no escribo mi gran obra maestra. Esa que al mundo le tiene sin cuidado. Con o sin ella, se las arreglará.

64 visualizaciones8 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

AMARILLO

ROJO

bottom of page